Sunday, August 26, 2012

3:30


Entramos en el edificio como por arte de magia. Entramos en el edificio como por arte, repito. Entramos con el sol debajo de nuestras camisas. Entramos, tan juntos y tan solos, agarrados del sudor, agarrados de la sombra y de las gotas, agarrados del temblor y del dolor cuando ya es brisa.
Era yo tan lejos de todas las palabras.
Entramos como los que entran siempre sin entrar del todo, bordeando las orillas,  pariendo círculos como semillas. Entramos. Las voces pequeñas, guardadas en gavetas, salían para decir una cosa sencilla. Una puerta que se abre es siempre una puerta que se abre. Una mano se extendió, detrás de la puerta. Al final del pasillo había un reloj marcando una hora que no era. Y así fuimos entrando en un tiempo que no era nuestro tiempo. Pero qué melancolía tan absurda, el reloj, el pequeño reloj colgado en aquella inmensa pared, como pidiéndonos perdón.
Entramos, cada vez más adentro. Cada vez menos preocupados por lo que dejábamos atrás. Una mujer muy frágil, como la arena, como el tiempo, una mujer pequeña, como aquel reloj, detrás de un escritorio demasiado grande, nos hizo señas con las manos. Nos acercamos. Llevaba un vestido de flores grandes color pastel y una chaqueta que la hacía ver más diminuta de lo que ya era. Nos miramos perplejos porque nadie nunca nos había mirado así, con tanta bondad. Se movía despacio. Todo lo que hacía se convertía en tierno ritual. Quise reír y reí. Quisimos llorar pero no lloramos. El reloj seguía allí, pestañeando fuera del tiempo, en la inmensidad de la pared. Dijimos algunas cosas. Nos dijeron algunas cosas. No entendí bien la parte aquella. En la oficina de al lado una mujer joven cortaba papel. El sonido del papel abriéndose en dos, o tres, ocultaba el reguero de murmullos que la anciana de las flores grandes color pastel articulaba, cuidadosa y con la boca cerrada, para ti y para mi. Salimos, pero solo para entrar en otra oficina. Entramos más nerviosos, menos cansados, más valientes, más atentos a la fatiga de los dedos que se buscan y se encuentran como por arte de magia. Entramos, el hombre dijo lo que tenía que decir. Respondimos lo que teníamos que responder. Un teléfono sonó como queriendo intervenir en nuestra pequeña eternidad. Salimos, ahora sí, cruzando puertas y oficinas. Bajamos las escaleras y nos volteamos para mirar aquel escenario por última vez, ahora más pegados a la tierra. Afuera el sol ardía, como siempre, detrás de unos árboles quebrados por la fatiga de un sol de 107 grados. Te miré. Evitaste mi mirada de papel abriéndose en dos, o en tres. Pero tu mano seguía ahí. Miramos el cielo. Ni una pista. No nos importó saber qué hora era.

Tuesday, August 7, 2012

Arkansas



1. Oscila la noche. Tiembla, ella, frente al trueno. Luciérnagas inquietas, los árboles cuando se abren al fuego. Un carro pasa cada 15 minutos. El silencio no pesa. Las pausas de tu voz son amigas de la brisa. Voy descubriendo que aquí las cosas se parecen a las cosas. Hay un árbol blanco en medio de la noche que me mira. Los árboles, como novias furiosas, parecen escenas sacadas de una película en blanco y negro. El trueno sin lluvia trae más sed, más ruina a esta pobre tierra.





2. Hoy un muchacho me ayudó con las bolsas del supermercado. Un muchacho me miró a los ojos y me dijo que los animales se mueren. Me dijo, el muchacho, que ya todo termina. No hay alarma en su voz. Infinita resignación la del muchacho de las bolsas. No le pregunto nada porque afuera hay 109 grados y hablar da mucha sed. Yo siento que estoy en el centro de la tierra. Yo creo que todo empieza aquí. Los árboles siguen envejeciendo en blanco y negro debajo de un cielo que se parte en dos.

3.
La tarde.
Se arrastra la tarde.
Las nubes tardan en derretirse.
El sol calcina las pisadas.
Los caminos torneados por el fuego.
Los ojos encendidos o
el viento como una película muda.
La grama moviéndose dentro del verde de tus ojos
grises. La tarde también existe en tus mejillas:
flores atentas a cada una de mis cosas.
Tu nombre arde, tu nombre es la sed.
Afuera los niños vuelan en sus bicicletas.
Sus rostros secos. Sus voces
entrecortadas por la fatiga.
Se saludan, formales estos niños,
mirando al cielo a ver si alguna gota
altera la alegría del sudor de sus frentes.
No llueve hace tres meses.
Los niños lo saben
que falta mucho para que la noche
caiga, que faltan muchas horas
para que la noche sea una cosa parecida a
la noche.


4.
La mañana se sumerge
como un pez o
como la mano que te nombra
cada vez que se hace tarde. Cada vez que
todos dicen que ya
duermen.

5.
Que el tiempo es un animal detenido 
sobre sí. Desierto con mar,
desierto pintado de azul
la forma en que tus manos sostienen
los caminos, el mundo
la ruina de todas estas cosas
que no saben ser 
palabras.

6. El viento rumia debajo de la no-lluvia. El viento hace y deshace los pequeños esfuerzos de mi fe. 

7. El sol del mediodía se fatiga debajo de los que ya no te nombran. Yo me levanto y camino, con plena conciencia de mis pasos. Miro la fiesta detenida que es el cielo detrás de la ventana. Mis ojos vacíos frente al tiempo. Cierro los ojos para extrañar la forma en la que el mundo se levanta de su rabia, de su pálpito violento, de su frágil espera. La bondad de las hojas cuando caen.

Tu rostro va perdiendo contundencia. La idea de tu rostro se va quedando atrás.

8. Los días pasan con una ceguera natural. Como si ya lo hubieran visto todo. Y yo que no sé casi nada. Y yo que no he visto casi nada. Vivir así, con esta conciencia de lo que aún no es, de lo que no llega a ser, de lo que no sabe que es. Entro en la espesura verde, me detengo sobre el bosque y levanto la voz. Nadie sabe lo que digo. ¿Es esto la felicidad? Parece que estos días me conformo con muy poco. Tengo una oscuridad, una luz pequeña, un temblor de manos. Un amor que me olvidó.

Mi rostro va perdiendo contundencia. La idea de mi rostro se va quedando atrás. 

9. La noche es un cuadrado de calor sentado detrás de su espalda. Todo suda.

10. Él dice que se va a cazar cerdos salvajes, y yo le creo. En la medida de lo imposible, siempre le creo. Entonces me tumbo a imaginar que llueve. Sed de los trópicos. Me siento a contemplar la sequía. Espero por un milagro. Es de valientes esperar por un milagro, amigos míos, enemigos míos y por tanto de la tierra, no hay que temerle a los milagros. 

Respiro con dificultad cada vez que la puerta se abre y entra esa brisa de fuego. Respiro. Tú me alcanzas un vaso de agua. Esta tarde, otra vez, haré limonada. Respiro. Pienso en los cerdos salvajes que dejarás moribundos, a medio camino.

Tiene que llover.